Esta historia se situa hace miles de años, cuando los seres humanos todavía vivíamos en cuevas y los hombres se veían obligados a cazar mamuts para comer y demostrar a las mujeres que ellos también eran útiles para la no desaparición de la especie. Fue entonces cuando se inventó el fuego.
Un día cualquiera cayó un rayo que provocó un incendio. Y claro, los chavales, que todavía no llegaban ni siquiera a homo sapiens sapiens, se quedaron absortos con aquello. Algo rojo, que arrasaba los bosques a su paso, que emanaba calor, que hacía huir a los animales y que desaparecía con el agua. Si detrás de todo eso no estaba David Copperfield, cerca debía andar.
Y en un arrebato de valentía, alguien consiguió encerrar fuego en una cueva, conservándolo en una pequeña hoguera y descubriendo sus propiedades. Que si lo tocabas con un palo lo atravesabas pero te quedabas sin palo. Que si lo tocabas con la mano dolía. Que si lo tocabas con agua te quedabas sin fuego. Y de aquí surgió una variante del piedra, papel o tijera.
La humanidad se congregaba en torno a pequeñas hogueras a vivir, a dormir y a comer. Y había un niño prehistórico un poco imbécil al que no le gustaba la carne de antílope, así que en una rabieta lanzó el chuletón al fuego para no tener que comérselo. Su madre, enfadada, recogió al poco el chuletón y le dijo “Ahora te jodes y te lo comes así, al fuego”. Y el crío, que no era tonto y que sabía que su madre podía ser muy bruta cuando quería, se comió el dichoso filete. Pero voilá, aquello estaba cojonudo. Y aquel crío pronto se montó un pequeño restaurante-cueva, en donde ahora está Zarautz, al que llamó “Rico, rico”.
Así contaba en con muy buen humor un demente la historia del fuego y ahora me he encontrado otra historia: la del baile.
Aquí podemos ver a un ancestro nuestro iniciando lo que hoy se conoce como baile, pero antes era de otra forma:
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