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Raziel, el ángel negro (III)

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La historia de Raziel I y Raziel II, por vuestros votos, termina así…

Rosa, en un arrebato de ira, tendió su mano entre el hueco de la ventana hacia mi y me aferró con fuerza. El ímpetu hizo que mi rostro se golpeara contra el frío metal. Ella me susurró para mis oídos improperios de una loca que, anegada por una súbita realidad, lanzaba su desconsuelo.

Notaba sus dientes llegando a mi carne, su pérfida voz rasgando las veladuras de mis ojos para enseñarme su supuesta verdad. Entre sus dientes se escondía su lengua, cual lagartija, escudriñaba mi negro rostro…
Mis alas invisibles crepitaban de dolor, escuchando esa voz. La que me decía que los ángeles no existían, la que me brindaba la vida real para matar a la etérea.

Rosa era la realidad. Y mi carcelero, mi guardián ciego, era mi eternidad guardada en una cajita de cristal para que no se fracturara mi débil cuerpo.

Aquellas paredes que albergaban el mundo de Rosa parecieron doblegarse ante mí, dispuestas a susurrarme al oído el mismo odio que esa putrefacta sombra chillaba a mi alma. El picaporte, bajo mi mano, pareció moverse titubeando el si abrir aquella puerta o no. Pero estaba sellada, lástima de realidad, que te permite entenderla un segundo para luego arrebatarte la poca lógica que has podido contemplar.

Y, como en un cuento de hadas, mi salvador me tiende la mano para volver a aquella vida errante, llena de muros que atravesar y puertas que abrir. En un vals de libertad, en un grito de esperanza, ante un mundo cruel que me encierra en aquel edificio sin poder salir. Una vez más, las luces se hacen tinieblas y, mi carcelero, antes de cristal, se transforma en cartón cuando el sol llega a su cúspide, para poder ver que sus llaves siguen aferradas a su cinturón. Que nunca hubo escapatoria, espejismos de tristeza, lágrimas vacías en sus ojos y una desilusión hecha hormigón.

El sol se pone y quedo encerrada de nuevo. Mi carcelero se ríe de mí otra noche más, como todas.

Y con los rayos lo noto. El velo se corre, el azul ahora es azul, y no gris. El aroma ya no es el de la primavera de la calle, sino el orín de mi guarida. Arrastrada por el que parecía mi libertador, convertido ahora en cartón mojado de culpabilidad, que se ríe cada noche de un pobre ángel que cree haber perdido las alas.

Pero tirada en mi cama, amordazada, drogada…siento que nunca más volveré a volar.
Nunca hubo escapatoria, espejismos de alegría, lágrimas llenas de ira recorren mis pómulos terrosos dejando el surco de la realidad.

Al otro lado del pasillo blanco el carcelero ríe de mi locura, mofándose y chillando que los ángeles no existen…
Sin embargo, postrada en la tortura de aquella dama de hierro, en muros y puertas selladas, yo sigo creyendo ser aquel ángel negro que me hizo llegar hasta aquí…hasta este albergue de locos.

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