Como la vida misma Humorcete

En el ascensor

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[su_wiloke_sc_company_website]Me encanta subir en los ascensores. Me lo paso genial… ¿sabéis por qué? Porque me entero siempre del tiempo que está haciendo fuera. Si, si… el ascensor es sin duda el mayor centro de debate de meteorología de nuestro entorno. En ningún otro espacio en la sociedad se habla tanto del tiempo. Y es que el ascensor debe estar ya cansado de tener que escuchar el malo buen tiempo que hace, o la variación respecto a la semana anterior, sin poder salir a comprobarlo.

¿No os pasa?. Llevo toda la vida escuchando frases del tipo «Que fresco hace,¿no?», o «pues parece que va mejorando». Pero vamos a ver, señor (o señora)… ¿no ve que acabo de venir también de la calle como Ud y sé perfectamente el tiempo que hace? ¿A que vienes tu ahora describiéndome lo bonito o feo que es el día? Ya tengo suficiente con tener que sufrir el frío o la nevada para que ahora me lo refrotes por la cara.

Peor aún… ¿es que acaso no quiere Ud hablar conmigo? ¿No sería mejor preguntarme por otras cosas como el trabajo, la salud o el amor? La verdad es que soy consciente que la conversación que se puede tratar en un ascensor no es muy larga ya que hay poco tiempo, pero bueno, hablar del tiempo, es como hablarme del aire (nunca mejor dicho).

Y… ¿por qué no hablar de otras cosas? Debe haber algún tipo de fobia a hablar de temas que requieran más tiempo que el que necesita un ascensor en subir los 5 o 6 pisos necesarios. Debemos pensar todos… «¿mira que si la conversación se alarga y tengo que estar con la pierna tapando la célula fotoeléctrica para que no se cierre?» ¿Que pasa, que nos llevamos mal con todos los vecinos de por sí? ¿Por qué no tenemos conversaciones como Dios manda en el ascensor?

Si es que los vecinos somos todos así, no hay quien nos aguante por lo visto y cualquier conversación en el ascensor parece destinada a acabar hablando de lo mismo: la información meteorológica. Si al menos sirviese de algo, pero es que además hablamos de lo que ya ha pasado o está pasando, cuando lo realmente interesante de la mateorología es la predicción del futuro.

Pero lo mejor de todo es cuando vas con otra persona, de la que ya habías iniciado una conversación, y entra otra que no tiene que ver nada… «Hola»… «Hola»… y tu sigues hablando con tu amigo. La otra persona … ¡ya no puede hablarte del tiempo!, y entonces te conviertes, porque el ascensor te manda unas ondas electromágneticas subersivas que te hacen modificar la conversación, porque lo que no quieres es que se entere ese vecino de lo que estabas hablando y… comienzas con tu amig@ a hablar … ¡del tiempo!… ¡¡¡¡Para que!!!! ¿Para que la otra persona se puede unir a la conversación y dar su valoración personal?.

En fín, era un pequeño análisis de lo que tengo que «sufrir» cada día en mi ascensor. La verdad, echo de menos poder hablar de algo serio, o que el ascensor fuera inicio, o punto medio de conversaciones algo más útiles para todos.

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Alex

Ciudadano del mundo. Me encanta llevarme mi cámara fotográfica para inmortalizar esencias y experiencias en lugares diferentes, donde la gente vive diferente, pero donde todos disfrutamos cada día de puestas de un mismo Sol.

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05 Comments

  1. laian

    El tiempo sin duda es uno de las conversaciones mas usadas… pero tambien esta lo de : «Â¿Que tal el trabajo? guardalo que hay mucho paro!!»

    1 de marzo de 2006
  2. mou

    nada mejor como unos auriculares en los oidos y a callar… para conversaciones banales, me kedo con mi grupo de musica xDD

    salu2

    1 de marzo de 2006
  3. Pedro Medario

    Nunca falla: no importa el horario, solos en el habitáculo, luego de expeler un furibundo y prolongado gas, el ascensor se detendrá en el piso siguiente llamado por otro consorcista…

    2 de marzo de 2006
  4. Koldo

    Las puertas se cerraron, automaticas y silenciosas, y, como siempre, su corazon comenzó a latir, desbocado, frenético, temeroso de horrores jamás imaginados.
    Lentamente, como cada día, la cabina comenzó su eterno descenso, mientras la frente se le perlaba de sudor y las manos, con las palmas apoyadas contras las metálicas paredes del diminuto cubículo, le temblaban.
    Los familiares chasquidos, secos, metálicos y acompasados, rebotaron, despiadados e implacables, contra las paredes de su febril craneo, mientras el ascensor continuaba con su imparable descenso y su mente vagaba por oscuras y perdidas regiones de tenebrosos horrores enmarcados en un demencial fuego negro.
    Cada mañana, antes de entrar en la infernal cabina, se repetía que no tenía nada que temer, que era una simple máquina, pero invariablemente, todos los dias, cuando las puertas se cerraban, con su pausada tranquilidad, encerrandolo en una camarilla donde su imagen horroriza le era devuelta hasta el infinito por dos espejos colocados, en las paredes laterales, uno frente al otro, un inenarrable, vergonzoso e inconfesable terror, se apoderaba de él. El corazón se le aceleraba y los segundos le parecian horas, mientras que los minutos se alargaban imposiblemente hasta convertirse en una desesperante eternidad.
    Más cada mañana, sereno y seguro, el ascensor lo depositaba sano y salvo en la planta baja, y las puertas de su imaginario ataud se abrían mostrando un ansiado mundo de luz y libertad.
    Salía apresuradamente y con la respiración entrecortada, jadeando y sudando prufusamente, con las facciones desencajas por un terrible miedo cerval y el horror prendido en su mirada; se dirigía al trabajo agaradeciendo a su Clemente Señora, a la Diosa del Amor, su bondad al permitirle atravesar, un día más, ese temido umbral que marcaba el fin de su locura.
    Pero, cada día, aun sabiendo el demencial frenesí de apocaliptico terror que le aguarda en la camara, volvía, impulsado por una morboso deseo inexplicable, volvía a presionar el botón que, con un rugido, hacía girar las ruedas de su destino portando hasta él a su más temido enemigo.
    Esa mañana no fue diferente a las demás. Se levantó a las ocho como hacia siempre y, como cada día, se lavó y se vistió, mientras preparaba café. A las ocho y media ya había desayunado y estaba dispuesto a enfrentar los terrores que le aguardaban a lo largo del día.
    Respiro profundamente, relajandose, varias veces, antes de abrir la puerta y mirar, directamente, el objeto de todos sus terrores; al fin, cuando alcanzo el estado mental necesario, con la rapidez que da la practica diaria, abrio la puerta y lo vio ante él, terrible e imponente, aterrador, como cada día… aunque quizá la puerta hoy fuera un poco más grande y malévola, aunque tal vez esta mañana, la jugetona luz electrica, dibujara sombras más profundas y oscuras sobre la metálica e hiriente superficie….
    Comenzó a sudar mientras las manos arrancaban con su rutinario baile. Como siempre le ocurria, su faz palideció, mientras sus facciones se desfiguraban; las fuerzas le fallaron y cada paso dado era una tortura. Aun así, con la mandibula apretada en señal de determinación, logró atravesar el infinito rellano y llegar hasta la terrible puerta. Notó las axilas empapadas de sudor mientras elevaba un tembloroso dedo que se dirigió al maligno ojo carmesí en el que unos extraños simbolos que rezaban: «llamar» parecían reirse de él. Lo presionó, tratando de aplastarlo, y, un rugido magnificado, un murmullo más aterrador de lo que nunca escuchara, se elevó de las entrañas del oscuro agujero en el que descansaba la máquina.
    Las piernas comenzaron a temblarle, pues nunca, en toda su vida, había escuchado un ruido tan aterrador: Era como un terrible pandemonium, de voces entremezcladas, del que surgían imposibles alaridos de dolor mezclados con aberrantes carcajadas de demencial alegria.
    La visión se le nublo debido al terror que envargaba su ser y, por un segundo, pensó que iba a vomitar el café. Al fin, con un supremo esfuerzo, se controló; pero cuando una luz roja se perfiló en el alargado ventanuco de la metalica puerta, al acercarse el demencial elevador, su autocontrol se disipó y todo el inenarrable horror que sentia le surgío por la boca en forma de abrasador liquido.
    Vomitó, por primera vez desde sus tiempos de juventud cuando el alcohol corriera despiadado por sus venas, en una pequeña maceta que había a su izquierda; las verdes hojas se empaparon del abrasador liquido que quedó goteando de ellas y del raquitico tronco, formando un pequeño charco en la negra tierra.
    Escupió un par de veces mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, tratando de apartar el horrible sabor de su boca, pero el amargo, aborreciblemente amargo, sabor del vomito permaneció en su paladar, por lo que encendió un cigarro para paliar en lo posible el horrible sabor y para, en la medida en que pudiera conseguirlo, tranquilizarse un poco.
    Cuando volvió a mirar la metalica puerta, con el ascensor esperando, ávido, tras de ella, la luz carmesí que al principio lo impresionara tanto había desaparecido. Pero eso no importaba, por que él sabía, con toda certeza, que la luz, antes, había estado allí, y que podía volver en cualquier momento.
    Quizá por eso los dientes le castañeaban levantando ominosos ecos en el desierto rellano, y quizá tambien por eso le costaba llevarse el cigarro a los labios, debido al exagerado temblor que dominaba sus manos.
    Se fumó el cigarro rapidamente, con avidez, dando grandes e intensas caladas y quemandolo, tratando de paliar el amargo sabor de la bilis; al final, con una aborrecible mezcolanza de sabores en su paladar, tiró el cigarro que fue a caer justo el charco de vomitó apagandose con un siseo.
    Llevó la mano al frio tirador y respiró profundamente, tratando de apaciguar su febril mente mientras dantescas imágenes teñidas de un intenso color carmesí atormentaban su imaginación.

    La puerta se abrió con un chirrido y él entró con paso vacilante, temeroso de los delirios que pudieran agurdarle dentro de la infernal máquina. Nuevamente respiró profundamente, tratando, sin conseguirlo, de controlar los jadeos que lo dominaban. Cuando estubo, minimamente, más relajado, se giró y miró el panel de botones: A, 6, 5, 4, 3, 2, 1, PB, uno debajo del otro, en vertical, formando una terrible cuenta atrás, una demencial cadena que lo podría conducir a cualquier oscura sima plagada de olvidados horrores. Los miró y se sintió desfallecer, pues, de alguna forma, los botones lo estaban desafiando, se estaban riendo de él, de su miedo y sus espamos, del temblor de sus manos y el castañeo de sus dientes…
    Maldita máquina.
    Con un supremo esfuerzo levantó la mano y presionó el ultimo botón, el de PB, que bien podía significar Planta Baja o quizá Planeta de Belial. El botón parpadeó y quedó iluminado con una luz rojiza que se clavaba en su cerebro, mientras que con un chasquido seco, seguido de un rugido, se ponían en marcha los engranajes, impulsados por mil demonios, de la infernal máquina que, lentamente, con la seguridad del que conoce su destino, comenzó a descender a profundas e inimaginadas regiones.
    Como hacía siempre, apoyó las manos en la metálica pared, tratando de combatir la desesperante sensación de irrealidad que siempre se apoderaba de él en esos instantes, buscando un frio asidero físico en un oscuro tunel que iba pasando ante sus ojos, plagado de ocultos terrores, hacia abajo, siempre hacía abajo.
    Miles de ruidos estallaban sin compasión, introduciendose en sus oidos, extrañamente sensibles, y alarmando su hiperexcitable, febril y enfermo, cerebro. Ruidos de ominosas cadenas transportadas por espantosos seres invisibles, chasquidos y rugidos, golpes y arañazos y, de fondo, un terrible, rugiente y amenazador, murmullo, que aumentaba de volumen a medida que el ascensor se iba aproximando a regiones más profundas.

    Darlen, el tembloroso ser que permanecia acurrucado contra las metalicas paredes del diminuto cubículo, mientras su distorsionada faz se reflejaba hasta la eternidad en dos espejos puestos uno frente al otro, vivia en el ático, por lo que cada día recorria de principio a fin el terrible y oscuro hueco en el que se ocultaban quien sabe que clase de abominables horrores.
    Un estridente ding, seguido de un chasquido, se hacía oir por encima del rugido de la máquina y del resto de demenciales sonidos, introduciendose en su mente e indicandole que estaban un piso más abajo, un poco más cerca del ansiado y temido final del negro tunel. Él los contaba, uno a uno, sabiendo que no escucharia el proximo, con la total certeza de que lo proximo que oirian sus temerosas cavidades auditivas sería el terrible estruendo de una cálaverica señora acompañada de un manto de oscuridad; pero siempre, después de la sexta planta venia la quinta, con su horripilante y maravilloso ding y su chasquido inmediato, y después de esta invariablemente venia la cuarta, anunciada por el mismo terrible sonido y esperada con un indefinible e inexpresable horror, y así, cada día, todos los dias, llegaba, tembloroso, acurrucado, soportando un oceano de terrores insondables, a la temida planta baja, suponiendo, casi esperando, que esta vez las puertas automáticas no se abrirían, que hoy era el día de la venganza del infernal elevador y que lo pensaba dejar, encerrado y rodeado de oscuridad, solo y tembloroso, hambriento y desesperado, hasta que su piel se tensara sobre sus huesos descarnados y todo rastro de pensamiento hubiera desaparecido de su cerebro, encerrado, emparedado en vida tras cuatro frias paredes que ahogarian, inclementes, sus gritos de terror y angustia.
    Pero llegados a este punto las puertas siempre se abrían, y él salia, a trompicones, con la respiración contenida en unos pulmones a punto de estallar y una demencial, imposible y aterradora, mirada prendida de sus ojos.

    22 de noviembre de 2006